ADELANTE
Salí
al balcón y miré por última vez el skyline de Barcelona: el azur del
mar, la Sagrada Familia, el consolador ese gigantesco que “adorna” la plaza de
las Glorias... una lágrima amenazó con escapar de mis ojos y opté por
reprimirla. No, no les iba a dar el gusto de que me hicieran llorar. Al cerrar
los ojos noté que el aire estaba cargado de sal, lo que según mi abuelo -el
primer residente del ático- indicaba que los dioses iban a mearse pronto
sobre nuestras calvas en forma de lluvia. Recordar al yayo hizo que una
sonrisa emanara de mis labios y volví a abrir los ojos. Miré al suelo. Siete
plantas más abajo los transportistas jugaban al tetris con mis
recuerdos, intentando que encajaran todos dentro del vehículo para mudanzas.
Decenas de trocitos de mi alma envueltos en papel de periódico: el pisapapeles
egipcio que compré durante mi “luna de miel”, el primer biberón de Marta, una
camiseta de “Naranjito” que usaba como pijama de verano... El banco se
había quedado con el ático. EMBARGADO. Y ahí estaba yo mirando la puesta de sol
y pensando en como iba a responder la pregunta del conductor del camión: ¿A
donde? Y seguía sin saber que decirle. Ya no me quedaba nada. Ya no teníamos a
donde ir. Bajé por el ascensor con ese pensamiento. Algún “gracioso” había
pegado un chicle en mitad del cristal. Al mirarme en él, el chicle se superpuso
a mi cara haciendo las veces de nariz de payaso. Así me sentía. Como un payaso.
Salí a a la calle con piernas temblorosas y entré en la cabina del camión donde
el chófer miraba impaciente su reloj. Cuando volvió su rostro hacia mi llegó la
temida pregunta:
-
¿A donde?
Con
voz temblorosa respondí:
-
Adelante.
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